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   Pita Amor

 

   Cuando Jorge Astorga se acercó para decirme que Pita Amor me llamaba a su mesa lo primero que me dijo Henri Donnadieu, tan sorprendido como yo, fue que no me acercara mucho a ella  -¡mucho menos intentes tocarla!-  me advirtió.

 

Eran los últimos respiros glamorosos de aquella Zona Rosa en su época dorada. Para muchos, el “Bar Nueve” llegó a ser el equivalente en México al “Studio 54” de Nueva York. Había empezado como bar gay y pronto se abrió a toda clase de gente propiciando una mezcla estrafalaria de personalidades: intelectuales desenvueltos, figuras del espectáculo, gigolós, políticos ladinos, La Vite, socialités, artesanos millonarios, prostitutas de élite, personajes de la cultura, Xóchitl y alguno que otro improvisado como yo. Ahí se realizaban, todavía, homenajes para celebridades con alfombra roja a la entrada con múltiples flashazos de cámaras fotográficas, bullicios curiosos y aquellos grandes cañones con rayos de luz iluminando el firmamento.

 

Esa noche se rendía tributo a la “Undécima Musa”; Pita Amor. En su poesía le cantó a la muerte, a la soledad, a la angustia, a Dios y a la nada. Su personalidad era atrayente, su presencia, impositiva; aseguraban que “con la locura de su amigo Salvador Dalí y los desplantes de María Félix, pero con la ecuanimidad de Ricardo Garibay y las extravagancias de Juan José Arreola”.

 

Aun considerando que ella me había invitado, me acerqué a su mesa con el temor de sacarla de su trance mágico y poético. Al ver que me detenía, sonrió y me pidió que me sentara al lado de ella. Me preguntó  mucho, le platiqué no se qué. De repente sacó de su bolsa un marcador negro, grueso, y en una servilleta escribió un poema y me lo dio. Yo la escuchaba cautivado y mientras viajaba entre la pasión, la soledad y los sueños, se quitó la rosa que adornaba su cabello y delicadamente me la puso en la solapa. Fue un gesto que le agradecí con la voz y con el alma en la mirada, pero quizá no fue suficiente, quizá esa mujer nunca se dio cuenta que me acababa de colmar de bendiciones con su generosidad. Antes de retirarme me dijo: “Cuídate, mi muchacho, este ambiente y la vida son de altas ingratitudes”.

 

Pita Amor fue una mujer bella y cautivadora que inspiró a Juan Soriano para retratarla. Diego Rivera desnudó su cuerpo y buscó su alma, sus ansiedades. Hay muchas anécdotas de su vida, su biógrafo asegura que en una ocasión “Pita paró el tráfico en avenida Cuauhtémoc para despedir a su amante que era torero. Se le cruzó al coche vestida sólo con un abrigo de mink y al paso del vehículo se abrió el abrigo para torear el carro y mostrar su bello cuerpo desnudo, adornado solo con un collar de perlas”.

 

Pita compartió buena parte de su vida con grandes figuras de su época como Frida Kahlo, María Félix, Gabriela Mistral, Salvador Novo, Pablo Picasso, Juan Rulfo, Alfonso Reyes y Elena Garro.

 

Escribió varios libros entre los que se encuentran: "Galerías de títeres", "Puerta obstinada" y "Círculo de angustia". Otro más que reúne su poesía completa: "Confidencia de la autora" y "Décimas a Dios", este último para algunos críticos el más logrado y polémico de los textos escritos por la poetisa.

 

Fue representativa de la aristocracia defeña de una época, sin embargo, Pita Amor siempre se identificó como una escritora sin grupo, "no estoy en el centro o en la orilla de alguna tertulia literaria” –decía-  “Trabajo aquí donde me ves, entre las cuatro paredes de mi alma. Y creo que no hay otro sistema para el verdadero escritor”.

 

Pero la vida le tenía reservada una tragedia como a muchos de los inolvidables: la pérdida de su único hijo, quien murió ahogado en una pileta poco antes de cumplir los dos años de edad estando al cuidado de una de sus hermanas. Después del evento siniestro, Pita se refugió en su ficción y se aisló entre los muros de su habitación.  Pasaron años para que apareciera en público y cuando lo hizo fue con aquella perspectiva de lo insuperable: “El bueno se va al cielo y olvida, y el malo se va al infierno y no puede dejar de recordar. ¡Eso! El castigo es seguir recordando siempre, mantener intacta la memoria con sus errores infinitos”. Y remataba: “Ay, yo a veces creo que el paraíso está formado de olvido, de purito olvido”

 

Cuatro años después de su homenaje, de aquella noche mística, y yo alejado de aquel mundo de ficción terrenal, el portero del hotel Presidente Zona Rosa me reportó, preocupado, que una señora rara estaba pegando con engrudo unos carteles en el mármol de la fachada de hotel. Enojado, me dijo que al intentar impedirlo ella lo había golpeado con un bastón. Sorprendido y sin sospechar la identidad de la acusada acudí a la puerta. Cuando la vi apenas la pude reconocer, la verdad, parecía aquella mujer escapada de algún carnaval del purgatorio. Pero, sí, era ella. 

 

A partir de ese momento iniciaría un reencuentro de tardes y noches de café con aquella extraordinaria mujer. Era difícil mantener un solo tema con ella. Imposible predecir su estado de ánimo los siguientes diez minutos. “Me encanta desconcertar a la gente para que tengan algo de qué hablar”, decía.

 

Cuando le preguntabas, en ocasiones dibujaba mientras respondía, a veces en respuesta recitaba algo de Quevedo o de Sor Juana, o algo de ella: “Soy perversa, malvada, vengativa, es prestada mi sangre y fugitiva. Mis pensamientos son muy taciturnos. Mis sueños de pecado son nocturnos. Soy histérica, loca desquiciada; pero a la eternidad ya sentenciada”.

 

Ya en esa época, Pita deambula por las calles de la Zona Rosa: pérdida, fugaz, encabronada con el mundo pero nunca con sus ganas. Era común verla con un abrigo desgastado, con sus anteojos gruesos, con alguna rosa en el cabello alborotado y con ese maquillaje recargado. Muy recargado y fuera de lugar. Una de esas tardes que le invité a tomar el café en el Bar Ingles, una vez, sólo una vez que me atreví, me permitió acomodarle un poco de maquillaje. Y es que le dije que el polvo anaranjado le estaba cubriendo un trozo de aventura.

 

Para muchos, su edad, la pérdida de su figura espectacular y sobre todo sus desquicios y sus locuras, según ellos grotescas, fueron el aviso del inicio de su decadencia. Para otros tantos, como para a mí, esos desplantes lograron que Pita Amor nos hiciera de ella en sus días de aventura callejera.

 

Cómo olvidar lo que alguna vez aconsejó: “Mira muchacho, las ilusiones están hechas para ser perdidas, una a una. Si no tienes ilusiones: ¡Invéntalas! Debes tratar de tener siempre muchas ilusiones para que te puedas dar el lujo de perder una cada día”.

 

Desde entonces recuerdo con profunda ternura a esa poetisa que rompió esquemas, que me acarició el corazón… y que me permitió tocarla.

 

Hoy recibo el resto de aliento de a aquella mujer que se esmeró en vivir la locura de ser diferente hasta el último suspiro.

 

 “No he envejecido, mi juventud es de oro, ahora soy más joven que antes, porque no se nace con la juventud que se conquista”.

                                                                                        Binniguenda  

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 El sonido del golpeteo de un cucharón con el sartén provocó el entusiasmo de los que estábamos ahí.  Desde un balcón en el primer piso del hotel Binnuguenda y entre gritos y abrazos el Cardenal Corripio Ahumada nos anunciaba el inicio del nuevo año, 1987.

 

Ese hotel, el único, era un oasis exótico entre la maquinaria. Escondido entre la maleza ocre los meses de invierno y verde vivo en épocas de lluvia, era el refugio para constructores, funcionarios y alguno que otro aventurero que le habíamos apostado al incipiente desarrollo turístico de Las Bahías de Huatulco.

 

Había sólo un teléfono en la oficina del Fonatur y no era para el servicio público. Entonces teníamos que recorrer más de treinta kilómetros para comunicarnos al exterior y aprovechar para comprar jamón, pan y gasolina, y por supuesto, algo de ron. Y ahí estábamos, sin ella, los que teníamos  mujer. Sin expectativas  inmediatas, los que buscaban una. Y extrañando a los hijos en cada respiro.

 

Lugar de encuentros inusitados un día apareció Juan Ferrara en el restaurante vacío. Sentado, encorvado con la mano en la barbilla y la mirada perdida, me platicaba que había tenido un desencuentro pasional con su mujer y por eso había buscado el lugar más alejado y solitario para reflexionar, para desahogarse sin que lo vieran, sin que lo juzgaran. No cabía duda, estaba en el espacio ideal.

 

Esa selva baja caducifolia hospedaba a gente alegre que compartía contigo el ostión gigante que sacaba a unos cuantos metros de la playa, era un manjar. Ya cayendo el sol, sumías los pies descalzos en la arena y la conversación con mezcal era aún mejor. Era una Ambrosía Zapoteca.

 

Una tarde recibimos una lección de educación universal. Arón, que trabajaba en seguridad del hotel,  nos invitó a comer.  Nos atrasamos dos horas y hasta que llegamos a Santa María Huatulco, a su casa, su familia empezó a comer bocado.  Nos habían estado esperando para iniciar.  Y es que aún no se daba esa estéril división entre netos y avecindados. Lo que había entre nosotros era una comunión natural.

 

Esa combinación entre el desarrollo y la naturaleza tenía su espectacularidad. Jamás vi  tantas líneas blancas como en la bahía de Tangolunda. Y es que las líneas marcaban los cimientos de lo que serían los hoteles en aquella playa bautizada por los ancestros como “Mujer Bonita”.

 

No hacía falta iluminación. El azul profundo del cielo lograba que las estrellas brillaran aún más. Nunca vi tantas estrellas juntas como las de Chahue. Además, el aroma de aquel huanacaxtle, de los pochotes y el olor a yerba te decían en dónde estabas o hacia dónde ir.

 

Cada cinco días acariciábamos las ventanas al observar a las pocas mujeres mientras lavaban su ropa en la pila de agua escondida entre la maleza frente al hotel. Algunas de ellas aprovechaban para pasarse el jabón por debajo del huipil mojado, para cepillarse con madera el cabello negro, o para hacer tequio con sus secretos. Pero la civilización les contagió el pudor. Desaparecieron.

 

De vez en cuando organizaban baile frente a la agencia, casi enfrente de la capilla de la Santa Cruz, esa Cruz con historia de mar, con leyenda de piratas.  Acudían las mujeres con sus enaguas rabonas y mientras amenizaba algún grupo regional bailaban ellas, sólo ellas.

 

Al día siguiente la cárcel  que estaba junto a la explanada de baile amanecía  saturada de apasionados revoltosos.  La puerta de tiras de madera sujetas con mecate al pequeño cuarto de adobe no impedía que los retenidos escaparan.  Y ellos no lo intentaban.  A dónde podían ir. Sólo sacaban la mano pidiendo agua, una tortilla o que les dijeras a dónde había ido aquella mujer.

 

Quizás no entendíamos su música porque no teníamos un pasado con sus canciones, con su ritual.  Ahora ese pasado es nuestro  y cuando escuchamos las mismas chilenas, los sones o aquellas charangas nos mueven el sentimiento a punto de lágrima. Nos enciende el corazón.

                                                                                                                   

Qué buscábamos en aquel aire húmedo: no lo sé, posiblemente cada uno de los que estuvimos ahí tenga su propia respuesta. Quizás, inconscientemente aspirábamos a ser como los Binigulaza, aquellos seres de la mitología Zapoteca que “descendieron de una nube en forma de aves hermosas de plumaje multicolor, de extraños y melodiosos canticos. Los más valientes guerreros, los más ilustres sacerdotes. Altos y robustos, magos, médicos y adivinos. Constructores y sabios al leer cielos estrellados… Caprichos del futuro”.

 Diálogo Nocturno
 

 

  Los lunes cerraba mi restaurante,  sin embargo ese día fui, rebane queso y jamón serrano y prendí el televisor. Bruno Rubeo llevo licor de grappa, me había pedido que viéramos la ceremonia de la entrega del “Oscar” de ese año, 1993.

 

Él ya había estado allá, en el antiguo teatro Kodak en Hollywood. Había sido nominado en la categoría de mejor Diseño de Producción por la película “El chofer y la señora Daisy”.

 

En ese espacio en Huatulco con solo dos lámparas y la pantalla encendidas, y en compañía de Mayes, su esposa, escuchaba las anécdotas de quien acababa de rodar “Sommersby”, película protagonizada por Richard Gere y Jodie Foster, próxima a estrenar. Me platicaba inconforme de la mafia que controlaba la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas: después de su nominación y sin buscarlo, él era parte ya de ese círculo.

 

Su español era fluido, con un marcado acento italiano que delataba su lugar de origen, Lazio. Fue director de producción de “Pelotón” dirigida por Oliver Stone: su gran amigo, de “Nacido el cuatro de Julio” con Tom Cruse, “Kindergarten” con Arnold Schwarzenegger, “Gringo viejo” protagonizada por Jane Fonda y màs adelante, de “El Cliente” con Susan Sarandon y Tomy Lee Jones, “El abogado del Diablo” con Keanu Reeves y Al Pacino, "El caso Thomas Crown" con Pierce Brosnan y Rene Russo y de “El mercader de Venecia” protagonizada por Pacino y Jeremy Irons.

 

Mayes me platicaba que en su familia todos eran cineastas mexicanos, si no me equivoco de apellido Castillero. Cuando hablaba dibujaba siluetas con las manos, siempre delicada. Tenía muchas expectativas y las cumplió. Tiempo después diseño el vestuario de “Apocalypto”, “Avatar” y “John Carter From Mars”, entre otras.

 

Aquella noche les invite como padrinos para que nos dieran “la patadita” junto con Anne Gillette en “Dialogo Nocturno”, película que hicimos basada en una adaptación al cuento homónimo de Francisco Amparan. En el evento del estreno, en Magic Circus, Bruno entregó en mano a cada uno de los actores huatulqueños un diploma, les dijo algunas palabras de reconocimiento y les dio un cálido abrazo. Estaba gratamente sorprendido por la participación entusiasta de la comunidad en esa película tanto para su realización como en la noche del estreno. De hecho y en el mismo sentido, ya Reyes Héctor Suárez la había descrito como: “La primer película realizada en Huatulco, con gente de Huatulco y por Huatulco”

 

Eso es lo que mi Huatulco provoca: el encuentro casual con gente extraordinaria. De los entrañables amigos que participaron y que lamentablemente ya se nos adelantaron recuerdo con especial aprecio al buen Roberto Tapia quien nos sorprendió con su notable actuación. También a Camerino Guzmán, Juan de Dios Bohorques, Enrique Albuerne y Carlos Del Río quienes confiaron en nosotros, entre muchos otros más.

 

El año antepasado también Bruno se nos adelantó. Afable, era de esas personas a las que le bastan una mirada y dos palabras para iluminarle la vida a uno.

 

Antes de regresar a Los Ángeles, aquel marzo del 93, se acercó lentamente, puso su mano en mi hombro y me dijo: “Oscar, quisiera que tú y yo hiciéramos cine juntos…”

  Cuatro en la Arena
                

  “Y fue el azar el que nos reunió a aquellos cuatro desconocidos junto a la terraza de un hotel en Mazatlán, por ahí de la media noche, un día de julio. La resaca asordinada por mi grabadora aparecía fosforescente, acarreadora de aguasmalas, por debajo de la palapa de hojas secas de cocotero, lugar prototípico para el descanso y la meditación. Más allá, otros refugios semejantes estaban ocupados por algunos trasnochadores, que solamente insinuaban su presencia con algún suspiro, un sorbo de whiskey o un silbido cadencioso, evocador”.

                                                              

“El cassette apenas se delataba con un sonido austero, pesado y a la ves frágil, pero potente en comparación con el sonido del mar, que mis oídos se obstinaban en describir como sordo y aplanado, por lo rítmico. En el suelo, una docena de latas de cerveza esperaban que tirara de la rodela para cumplir con su ciclo. Yo yacía sentado en una silla de polietileno, ad hoc para el uso que le destinaba: permanecer inmóvil, con las piernas en alto, durante cinco, diez, veinte minutos, escuchando el duelo de rumores que se consumaba y consumía repetidas veces entre la música y el mar”.

 

Sí Raúl, después de conversar con el destino, así, textual con los dos párrafos anteriores, Francisco Amparan inició el cuento “Cuatro en la arena”.  Aseguraría que Pancho se aferró y nos hiso saber que cuando el destino quiere ofrecerte algo, no puede hacerlo solo, necesita que des la vuelta a la esquina y aun haciéndolo no debes creer en la garantía para obtener lo deseado. Ese pelao nos llevó justo ahí, a la esquina, para que nosotros decidiéramos. Y lo hizo logrando que nos cuestionáramos con música, con lectura, escuchando en penumbras, seco y con gentileza, a pesar y gracias a los imprevistos.

 

Quince días antes de aquella noche mazatleca en la playa bajo “El Valentino´s”, todavía en Torreón, era fecha de examen de Taller de Lectura y Redacción, recuerdo que entramos al salón de la Pereyra con veinte minutos de retraso. Algunos de nuestros compañeros levantaron la cabeza, incrédulos, vieron que pusimos en el escritorio de Panchín la bolsa de la tienda con el Bacardí, cocas, hielos y cigarros, quizá un poco de botana y le dijimos: “Pancho, no estudiamos, no podemos presentar el examen, te esperamos más tarde en la casa” -tu casa Raúl-… Cuatro horas más tarde los tres estábamos hasta el copete, Panchìn no nos bajó de cínicos, pero ahí estaba.

 

Jorge y el Cuac no fueron porque estábamos en exámenes. Si no me equivoco esa noche en tu casa fraguamos lo del viaje a Mazatlán. Platicamos algo, polemizamos mucho y disfrutamos a los Beatles: “She´s leaving home”. Quizá la curiosidad natural de aquella edad  antes de los dieciocho y la lucidez que te provoca el alcohol antes de mandarte al traste interesó e inquietó a nuestro profesor de la prepa. Una semana después recibimos la boleta de calificaciones: sacamos “B”. Panchín me comentó que nos hubiera puesto una calificación más alta pero no podía porque no habíamos presentado el examen final. Algunos días después los cinco íbamos camino a Mazatlán.

 

Sí, Raúl, siete años después de aquella noche iniciática compartida con la mujer de arena y ya publicado el libro “Cantos de Acción a Distancia” con su premio nacional, Panchín me dio unos papeles. Eran las hojas de solicitud para servicio de lavandería del hotel Playa Mazatlán.

Resulta que aquella madrugada después de nuestra odisea y ya de regreso a la habitación justo cuando se metió aquel murciélago azul, fue el único papel que Panchín encontró para escribir los primeros apuntes de lo que sería después “Cuatro en la arena”.

 

¿Qué escribió en esas hojas? te confieso que su letra es apenas legible, se confunde con el texto impreso. ¡Ah!, ese aroma del papel, con olor ha guardado pero con esa remembranza de la melancolía húmeda de la costa… Prefiero que intenten leerlo cuando nos reunamos nuevamente y tengan el papel en sus manos. Habrá que entender que lo escribió ya casi al amanecer con sus lentes rotos. A propósito, el vampiro que irrumpió en la habitación no era azul, ¡por favor! ¿un vampiro azul?.. Era albino.

 

Como a Homero y a Sófocles, a él, a Pancho, le parecía que el destino conocido con anticipación era depresivo. Quizá por ello, por los elementos extraordinarios de aquella noche, inició positivo la historia de esos cuatro chavales, y así lo dijo cuando el anochecer nos descubrió: “el destino borroneado tenía que llevarse a cabo, y la ocasión resultó propicia. El azar. La suerte. El océano agorero que reunió a cuatro hombres, que hablaron de cuatro mujeres, que eran una, como todas las mujeres”.

 

Así era Pancho, blanco, regordete, con su datsun, eterno con su mamá, intelectualmente simpaticón y muy agudo con el beefeater.

 

En aquella playa hablamos de lo distinto, lo diferente. Sospechamos que hay un número que siempre persigue a Jorge. Cuál es ¿el 111? Seguro despertamos a algunos cangrejos con nuestras carcajadas, a lo mejor otros se embriagaron cuando el ron cayó en la arena después de que el Cuac rompió la botella.

 

Algo de lo que me queda de aquella noche, sólo algo, de esa conversación con esa mujer de arena y más allá de la ficción, que ésta no es más que la visión del presente estilizado, es que la mujer espectacular porque llama la atención parece inalcanzable, cuando crees conseguirla te complace, pero no debes esperar más, y es que ahí el corazón no miente, solamente te engaña. Es una pasión de semana loca, finita.

Sin embargo, esa otra mujer es tan bella y tan accesible que te atrapa, te da todo pero nunca la posees: sólo la vas descubriendo, sólo lo agradeces. ¿Se puede amar a dos mujeres? Sí, a dos, tres y muchas más. Pero estar enamorado, sólo de una. 

 

¿Qué nos entregó esa mujer de arena después de beberse nuestro ron? Una conversación inagotable entre nosotros, con uno mismo y con la mujer, para el resto de nuestras vidas.

 

Con relación a la muerte de Pancho años después, sería débil argumentar que el diablo influyó, no lo hizo, es más, me atrevo a asegurar que sólo permaneció a la expectativa y por primera vez, el diablo supo lo que es la envidia. Mientras algunos aseguran que al final solo piensas en el principio, Pancho llenó su tiempo con pasión hasta el último suspiro, hasta en eso fue congruente. No vio venir a esa compañera fatalidad. El evento fue sorpresivo, supongo, como a él le gustaba.

 

Y así lo dijo al final de Cuatro en la Arena: “Ahora puedo completar la historia. Los pedazos, lo que restó fragmentado de una historia que no conoceré entera. Como no se puede conocer entero Lo Distinto. Ni la mujer. Ni la historia”.

 

La mejor de las suertes pues, para ti, Jorge y el Cuac. Digo suerte porque queda claro que por más planificada y organizada que esté la vida de uno, sabemos que la suerte unas veces se tiene y otras no. Toda biografía está sujeta al azar, a la tiranía de la contingencia. O a los fabulosos avatares de aquella mujer de arena.

 

 

Mañana cumplo siete días. La cosa es tranquila. Me emborracho a diario y me la paso dormido. Un chapuzón en la tarde, y vuelta a la rutina. Aún los rompimientos son rutinarios”.  F.J.A.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                    

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Al día siguiente : 

 

Cuatro en la Arena

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

  Por cierto, en cuanto a los lentes de Panchín, efectivamente, todos vimos que la marea se los llevó. Aquella playa debajo de la discoteca Valentinos donde acabábamos de conversar con una mujer de arena fue testigo de ello, mientras, aquel zopilote noctámbulo que merodeaba perdido por ahí esperaba su oportunidad.

 

Recuerdo que Panchín al verse despojado, desesperado se lanzó por los lentes a pesar de la voracidad del mar. El Cuauh en un acto solidario lo siguió. La marejada crecía y los perdimos de vista. No regresaban, no los veíamos flotar. La luz de la luna que pasaba justo arriba de la isla “Venados” nos permitía ver algo en el mar. Pero de Panchín y el Cuauh, nada.

 

Quedábamos tres en la playa: no nos dimos tiempo, no lo había, quizá nos vimos a los ojos, nada qué dudar, nada que discutir, el pleito de esa mañana por la porción del ceviche de atún que nos tocaba a cada quien también se hundió. Prestos, nos lanzamos a la mar sorteando las olas en búsqueda de los indefensos amigos.

 

Nadamos mar adentro unos cuatrocientos metros, o sólo quince, posiblemente el Bacardí nos hizo creer lo primero.

¡Cuauh!, ¡Panchín! gritaba Jorge jadeando, Raúl y yo lo secundábamos a pesar de los borbotones salados que salían de nuestra boca. Las olas se crecían a nuestro alrededor pero seguíamos nadando y seguíamos buscándolos: el pinche mar se los había tragado. Uno de esos instantes en donde recuerdas que siempre consideraste a Dios como un amigo imaginario pero en ese momento suplicas que sea real.

 

Rato después sentíamos que la marea de Mazatlán nos jalaba mar adentro: correríamos la misma suerte.

De repente escuchamos unos gritos, ¡eran ellos!, estaban en la playa, brincando en la arena, ¡a salvo!

Exhaustos, ya no podíamos nadar, apenas nos manteníamos a flote. Fue entonces cuando Panchín y el Cuauh regresaron por nosotros…

 

En cuanto a los lentes, aparecieron en el hoyo que hicimos en la arena para mantener frías las cocas y la patita de Bacardi. Rotos, pero siempre estuvieron ahí…

 

 

A propósito, así lo describió Raúl con la emotividad que le caracteriza, cuando regresó años después:

 

  “Era ahí al lado de aquel risco enorme de la Discoteque "Valentinos" en Mazatlán. Fui al lugar donde había vivido aquella enorme aventura vivida de noche. Ya no estaba la mujer de arena que construimos, era el amor de sueño, volví a revivirla, la construí, recordé a mis cuatro amigos, uno de ellos en el escenario eterno, escritor Amparan que con esa vivencia ganó premio nacional de cuento "Cuatro en la Arena", escuché nuestras risas, nuestros llantos jugando en el mar, los lentes de Francisco que devoraba el mar, nuestra posesión a aquella mujer de arena y los diecisiete años de imaginación, de sueño, vi las gaviotas, vi la Isla Venados enfrente, y sentí la inmensidad de la ausencia, me di la media vuelta, el recuerdo era auténticamente vivo y presente, tal como el mar que rugía como aquella noche, habían pasado treinta y tres años”.

Travesía 

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 Después del funeral amaneció como crudo mañanero que anhela ser aquel caballo semental para que lo cuiden y consientan, rodeado de hembras que no le hablen y que no tengan conciencia, ni ellas ni uno.    

  

Afirmaba que no le interesaba el destino de los que voluntariamente se someten: en realidad lo que le llamaba la atención es que durante toda su vida él haya sido parte de ese grupo. Por eso emigró de la laguna Nichupté y llegó a la playa de Chahue la noche que la “Maldita Vecindad” bamboleaba con “Kumbala” en su penúltimo concierto.

 

Sabía que la travesía marítima produce alucinaciones, a pesar de ello, aseguraba que conocía dos tipos de redes, la tradicional echa con mecate que invariablemente traía la fatalidad a los de su especie, y la red cibernética que aunque lo mantenía físicamente estático le permitía volar.

 

No le incomodaba caminar lateralmente  –nuestra perspectiva es otra- aseguraba. Pero dentro de esa perspectiva él quería lograr una adicional, una más. Por ello intentaba establecer una relación entre la luna, el mar y la pasión, evitando caer en lugares comunes.

 

-Lo que escribo, decía, es sólo lo que leo, veo y escucho de los demás pero acomodado según la emoción de mi momento, según el aroma. ¿Acaso no es esa la escritura? Son las mismas letras, las mismas palabras, pero colocadas al antojo, por eso se vuelven de uno-.

 

Había iniciado su conferencia en Facebook pero como perdió los apuntes que iba a utilizar, entonces se vio obligado a improvisar. Empezó a decir lo que pensaba y poco a poco entró en una especie de vértigo personal un tanto delirante en el que acabó confesando su vida entera.

 

Motivado, cuando llegó la pleamar, un violinista intentó seguirlo pero la fuerza de los esquemas  mentales, de los paradigmas sociales y de los prejuicios, lo disuadió. 

 

Caprichoso como era, escogió el mes de octubre para llegar.  Tuvo sus pasiones y ante ellas, sus ideas y sus textos por mejores que fueron no alcanzaron tal intensidad.

 

-Estoy en medio de un destello que me fomentó la duda como método, la búsqueda. Pero no sé cuánto tiempo pueda durar, no soy como aquel personaje de ficción que pueda mutar y dejar de lado lo que es-.

 

Después de publicar lo anterior sólo hizo clic en la pestaña “salir”.

 

Había cumplido con la faena. Ahora él, el cangrejo azul, era un cangrejo semental.

                                                                                                                                    

  Un mal de Huatulco
 

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 Sin duda para los que no nacimos en la costa llegar a vivir a ese paraíso representaba, por lo menos en lo que el cuerpo se adaptaba, algunos inconvenientes que no habíamos considerado. Los primeros meses de mí estancia en Huatulco, iniciando el 87,  representó lo que la luna de miel al matrimonio: grandes expectativas, no era necesaria mucha ropa y sólo veía la belleza de lo que estaba frente a mí.

 

Lo extravagante de la selva resultaba cautivador. La fauna marina, inconmensurable. Entonces supe que más del cincuenta por ciento del inventario nacional de plantas se encontraba en esa zona. Los burros a los que uno estaba acostumbrado iban ahora acompañados por armadillos y los chivos convivían con tejones. Los niños jugaban más con las iguanas que con los gatos y el plumaje multicolor de las aves se confundía con las flores.

 

En aquella exuberancia exótica, en noviembre del 86, terminaron de construir el hotel Binniguenda en el claro más grande que se ve en la fotografía, casi en la esquina superior derecha.  Ya habían iniciado ese mismo año la construcción de la dársena en donde se ve el arroyo en forma de “U”

 

En la esquina izquierda, frente a la playa, estaba la enramada del restaurante de doña Celia y a unos pasos a la derecha construyeron un pequeño local en donde se instaló Banamex con su primer gerente, Juan Bautista. En esa misma esquina sobre las faldas del cerro atendía Alfredo Pérez, agente del Ministerio Público y a la derecha muy cerca estaba el consultorio del doctor Javier Velazco.

 

Así como todo paraíso tiene sus tentaciones y sus pecadores, Huatulco también presentaba sus riesgos y sus peligros. Y es que por las circunstancias de aquel entonces, las características de la biodiversidad nos podían resultar hostiles. Cuando levantabas una piedra lo menos que podías encontrar era una araña o un reptil. Aquella amenaza mortal de ocho patas llamada capulina era una araña negra que podía esconderse en tus zapatos o meterse entre tú ropa.

 

Resulta que aquel día me levanté temprano, me metí a la regadera y de repente sentí un ardor intenso en la piel. Inmediatamente voltee hacia abajo y ahí en donde el muslo se une con el vientre, en las ingles, estaba todo rojo ¡Ha, ha, ha, ha, ha! ¡Me voy a morir! ¡Ha, ha, ha, ha, ha! Rápidamente pegue un brinco, me enrollé la toalla, me puse las chanclas y salí corriendo ¡Ha, ha, ha, ha, ha! Bajé las escaleras del hotel, crucé recepción, pasé el Huanacaxtle de enfrente. Corrí más fuerte, levanté las manos, las agité, se me aflojo la toalla, seguí corriendo, apreté la toalla.

 

Llegué al canal ¡Ha, ha, ha, ha, ha! ¡Me voy a morir!  Di un paso, caí de nalgas, me arrastré hasta el fondo. Había que subir ¡Ha, ha, ha, ha, ha! Manotee por todos lados, agarré unas ramas y a gatas subí. Seguí corriendo, se me salió una chancla ¡Ha, ha, ha, ha, ha! regresé por ella, volví a correr, pisé un sapo, ¡Ha, ha, ha, ha, ha! Lo despansurré. Seguí corriendo, se me salía el corazón, se me salieron las dos chanclas, me valió, seguí corriendo.

 

Llegué a la playa, subí el cerro, llegue a la choza del doctor Velasco. Lo vi, me quite la toalla y jadeando le dije ¡Javier, Pinche Huatulco, me voy a morir! Ha, ha, ha, ha, ha! Sorprendido agrandó los ojos. ¡Me voy a morir! Ha, ha, ha, ha, ha! Javier soltó la carcajada y me dijo; “es sólo una urticaria producida por la sudoración, ten esta pomada y cuando te bañes ¡sécate bien!.. “

 

Tranquilo me puse la toalla y regresé  caminando al hotel, con las plantas de los pies cortadas y todo el cuerpo espinado… ¡Ha, ha, ha, ha, ha!

                                                                                                                                    

Trailer Park  Chahue
 

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  Después de nivelar el terreno, clavar estacas estratégicamente y colocar amarres, la tienda de campaña estaba lista. Habíamos estado todo el día ahí, empapados en sudor en el Trailer Park en la playa de Chahue. A partir de ese momento ese trozo de lona perfectamente colocado sería nuestra morada.   

 

Pero la satisfacción no duró mucho. Después de terminar la instalación, mientras fuimos al hotel Binniguenda por nuestras cosas llegó el primer soplo de un viento ligero. Cuando regresamos a Chahue ahí estaba nuestra casa, caída, con la lona en la arena golpeteando al ritmo de las olas del mar.

 

Lo intentamos de nuevo al siguiente día. En esta segunda ocasión no tardamos más de una hora en levantarla, ya teníamos experiencia.  Y quedó tan sólida que nos permitió estrechar amistad con gente cálida. Gente de diferentes talentos que vivían y que nos visitaban en ese espacio donde habitaban aquellos sueños que nunca dormían.  

 

Había tres baños públicos con tres regaderas que daban al exterior, así que nos bañábamos con la ropa puesta y aprovechábamos, de una vez, para darle una pasadita con jabón. Nachito Cuevas y los hermanos Venegas hijos del “Quema” se la pasaban ahí. Eran unos escuincles traviesos que nos ayudaban en todo, más aún con su entrañable compañía.

 

El croar de las ranas nos anunciaba la segunda lluvia. En esos tiempos de agua la maleza se convertía en la pared de la casa. Nuestro patio era aquel mar al amanecer en tonalidades plata, anaranjado y azul. Cuando dejaba de llover los árboles se desnudaban para que supieras quiénes eran, para que conocieras sus secretos: te enseñaban la huella de la hamaca que te había permitido amanecer fresco. Te mostraban las entrañas de donde bajarías el fruto que disfrutarías.

 

Las noches no eran silenciosas. No. El estruendo de las olas te recordaba lo pequeño que eras, pero las estrellas te susurraban hasta dónde podías llegar. Insistían en que podías volar. La cena de los Macossay alrededor de la fogata te traía la añoranza de la unión familiar. El fuego atraía a personas de muy distinto origen. En ese espacio íntimo, y libre, al contemplar el fulgor de las llamas y escuchar tranquilamente sus crujidos sentías su desbordante energía, esa que te permitía escuchar tu voz interior. A algunos el fuego les iluminaba la cara, a todos nos iluminaba el corazón.

 

De repente alcanzabas a escuchar un grito de Marcela seguido de su risa. Seguramente Manolo le había hecho alguna broma. A él le gustaban las tarántulas, esas negras colmilludas, no era raro, entonces, que al pasar te pusiera una en la cabeza. Un día llevaron una pata de jamón serrano, asaron langosta a la mantequilla y la compartieron, fue un festín para nosotros. Y así compartían todo lo que tenían. Sin duda el lugar ya era espectacular pero la presencia de ellos lo volvió mágico. Ahí forjaron su hogar, en un cuartito con techo de palmera atrás de la barra del snack bar.

 

Las iguanas caminaban tranquilas, como sí adivinaran que no las ibas a cazar. En ese espacio consolidé amistad con mi Ampare Carlos Ladrón De Guevara. Ahí vivieron también Caro y mi chamaco Oscar. A los dos años de edad se la pasaba entre la tierra, la arena y el mar, con su segunda mamá; Marcela, con un zorro, un perro, un tejón y aquellos cangrejos que parecían bailar. Cinco años después llegó mi otro chamaco, Fer. 

 

Gran cantidad de cambios se daban de un día para otro, por ello lo rutinario se volvía extraordinario. El tiempo regresaba ahí, a acompañarnos, sólo para darse un respiro en lo que continuaba con su faena. Muchos de los primeros turistas que visitaron Huatulco llegaban en sus campers, en autobuses llenos de gente que motivaba las expectativas de los que estábamos en ese Tráiler Park en Chahue.

 

En ese espacio se celebraba todos los días pero también se podía estar de luto, Eugenio Martínez Ostos fue al primer amigo que se nos adelantó al otro paraíso.

 

En nuestro Chahue se tejieron muchos momentos, tantos como granos de arena, tantos como lo inconmensurable de la amistad.

                                                                                                                                    

   Nostalgia
 

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 “Los días se hacen más cortos a pesar de que cada uno de ellos tiene veinticuatro horas. A lo mejor son las horas que tienen sólo treinta y cinco minutos en vez de los sesenta anunciados. Lo más probable es que las horas los minutos y los segundos se agarraron de las mechas con mis percepciones”: Fernando Aranguíz.

 

   Vaya… seguramente inicié hoy de manera pesimista al citar las palabras de Aranguíz, no es la intención. Acaso melancólico: ese sentimiento de tristeza vaga, profunda y momentánea que albergamos ahí, entre el ombligo y la lágrima… Y es que la verdad, estas fechas le ponen así a uno. Será esa depresión a la que llaman “Desorden Afectivo Estacional” que sucede en los meses de invierno cuando los días son más cortos, hay poca luz y el clima es frío.

 

Para justificar nuestras carencias, argumentamos que en muchos momentos de nuestra vida no hemos elegido el camino que transitamos por nuestra propia decisión. Sentenciamos que nos han obligado las circunstancias. Justificamos, otra vez, que nuestra vida ha sido el producto de modelos aplastantes que dirigen nuestras conductas desde las pantallas y desde el poder.

 

Peor aún, evadiendo responsabilidad y delatando flaqueza, alentamos la idea de que nuestro futuro son los jóvenes de hoy… Qué necesidad de cargarles lo que nosotros no hemos podido hacer.

 

Otra razón para esa nostalgia, y esta sí, valida, es la distancia. La distancia es la causa de estrés y depresión en estas temporadas en que todo deba estar bien. La distancia geográfica; cuando vivimos lejos de seres queridos. La emocional: cuando se dan situaciones familiares o con la pareja o amigos que nos impide acercarnos. La edad: esa irrecuperable distancia entre el día en que nacimos y el momento presente, ya que mientras más vivimos y almacenamos momentos más nostalgia guardamos.

 

A pesar de todo ello, esta temporada junto con el frío y la melancolía nos invitan a reflexionar y nos permiten recordar que en el calendario se da una fecha como la de hoy que nos otorga la oportunidad de reforzar lo hecho y también de cambiar lo que está por venir para mejorar, para volver a comenzar. Nos permite refrescar nuestra creencia en que nuestro futuro, pero ante todo, nuestro presente, puede y debe estar mejor.

 

Por ello, sé que a cada uno de nosotros nos espera un excelente porvenir, y lo aseguro nunca basándome en la suerte: con esa condenada nadie tiene control. Lo confirmo porque el buen futuro depende, más que nada, del esfuerzo de todo lo mejor que cada uno de nosotros hemos podido dar. Qué mejor garantía para esperar bondades.

 

Así pues, es tiempo de pensar en uno, en la familia y en los amigos. En los amigos, porque nos eligieron. En la familia porque a pesar de esos genes fallidos, en los momentos más difíciles nos han acompañado. Y en uno, para saber agradecer a cuantos nos brindaron calor, apoyo y solidaridad. 

                                                                                                                                    

 Jorge Villa
 

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 Raúl, hermano, me moviste muchos sentimientos con tu remembranza de Villa. Aseguraría que después de treinta y seis años estoy acostumbrado a tus conversaciones, pero no, tus relatos llenos de sensibilidad y de recuerdos acumulados siempre son gratas sorpresas. 

 

Te platico que dos meses antes de que Jorge Villa se nos adelantara al otro paraíso le tomé esta fotografía. Era de madrugada. Esa fue la última vez que ese Viejo estuvo en mi casa. Le gustaba el Cognac y a diferencia del padre Paco, que como bien apuntas en tu remembranza le gustaban las Tecates y los Baronet, Villa te agradecía el Courvoisier y los Benson & Hedges. Y aunque esos gustos nunca los cambió, como tampoco su pasión por la pintura, ya no era el Padre Villa de aquel caribe anaranjado de finales de los 70´s.

 

Villa era el provincial de la Compañía de Jesús en Oaxaca y vivía en el antiguo colegio ubicado a un lado del templo de la Inmaculada Concepción, en el zócalo de la ciudad. El edificio es de esas joyas de la época de la colonia que inspira tranquilidad. El Colegio tiene un pequeño patio rectangular con una fuente central. Alrededor del patio están las habitaciones. La de él era muy sencilla: su cama individual, un buró, una mesa pequeña que usaba como escritorio y dos sillas, todo limpio y muy bien ordenado. A un lado estaba su oficina.

 

Después de haber tomado un taller de restauración en España, volvió a Oaxaca y se avocó a rescatar el arte sacro de esa maravilla histórica y religiosa que es el templo de la Compañía. Así que era común encontrarlo en una de las habitaciones que había adaptado como taller, con su mandil pintarrajeado, algún rojo magenta que se le había escapado hacia el bigote y el cabello desaliñado. Sabía en donde estaba cada pincel, cada frasco de resina o en dónde aplicar la espátula. Entre frescos y figuras religiosas de finales del siglo XVI que estaba restaurando, se le veía relajado, en plena comunión con el arte y con su amigo Jesús.

 

Aplicó el ideario ignaciano a plenitud. Durante el conflicto social del 2006 mucha gente le reclamó que les hubiera dado comida y asilo a los revoltosos de la APPO: muchos de ellos verdaderos delincuentes que permanecieron en el zócalo y las principales calles del centro histórico desquiciando la ciudad durante seis meses. El día que yo le cuestioné su acción solamente me respondió: “Lo hice porque es la vocación Jesuita, flaco. Si no les abro la puerta, entonces para qué estoy aquí”

  

Su espiritualidad siempre estuvo vinculada a la vida. Creo que el “Magis” fue uno de los conceptos que más defendió dentro de ese ejercicio espiritual: siempre exigía más y lo hacía de manera apasionada. De hecho, a mis cuarenta y nueve años de edad me regañaba como si fuera aún aquel escuincle preparatoriano. Creo que él siempre nos vio así.

 

Algún sábado cuando pasaba por él para invitarle la botana oaxaqueña, ahí, a unos metros en los portales del zócalo, me decía: “Oye, flaco, tengo chamba ahorita a las doce y aunque sé que me vas a mandar al carajo te invito a que te quedes a misa y terminando nos vamos”. Yo sólo me le quedaba viendo y después de una pausa me confirmaba: “Ok, en cuarenta minutos te alcanzo”.

 

Llegaba puntual y platicábamos de las injusticias de la política; de nuestra generación de la Pereyra, compañeros a quienes recordaba con un aprecio especial; de los entrañables Artemisa y Gerardo, sus grandes amigos y del misticismo oaxaqueño. Por momentos no decíamos nada, sólo nos hacíamos compañía. Escuchábamos el saxofón de don Teófilo y disfrutábamos un buen mezcal tobalá mientras veíamos desfilar a la tradición y la modernidad mezcladas, justo frente a nosotros.

 

No me bajaba de irreverente: ¿Por qué eres así, flaco? Y yo le respondía “Porque sé que estás bien parado con el de arriba y como eres mi amigo estoy seguro que vas a abogar por mí”… “Ah, flaco –se reía y continuaba- yo también necesito que aboguen por mí, y para ello que mejor que sean nuestras acciones, ¿No?”

 

Un día recordamos el accidente que tuvimos en aquel Renault de los Padres ya de regreso a Torreón después de haber estado en Guadalajara y Tampico. Ese día no me quedé con las ganas y le dije: “Si, guey, como sabías que ya tenías ganado el cielo le pisabas al acelerador con gusto, pero nosotros qué. Ya éramos unos pecadores, posiblemente condenados, lo sabías y te valió”. No le quedó de otra más que soltar la carcajada. Afortunadamente y gracias a su pericia al volante no nos pasó nada, sólo el susto. Lo inexplicable, como recordarás, fue que ese gran crucifijo de Villa quedó intacto aun tomando en cuenta que iba suelto en la cajuela y ésta quedó deshecha con el impacto. De hecho, declararon al vehículo como pérdida total.

 

Sólo en una ocasión que le invité a mi casa no pudo acudir. Y es que cuando le llamé para avisarle que iba por él, me dijo que estaba en Guadalajara en casa de su hermana: estaba en cama porque lo acababan de operar y estaba convaleciendo. Caray, días antes nos habíamos reunido y no me comento nada de la operación. Así eran esos Viejos, evitaban en lo posible ser una carga para los demás.

 

Después de su operación nos reunimos en varias ocasiones y aunque hacía gala de fortaleza se le escapaba un dejo de cansancio. Inesperadamente, como suele suceder en estos casos, un día tocaron a mi puerta para avisarme que el Padre Jorge Villa acababa de emprender su último viaje. El sábado que ya no pude ir por él, fue cuando realmente me di cuenta de todo lo bien que me hacía su presencia. De hecho, él era la única persona en Oaxaca que sabía quién era yo y lo que no era antes de mis veintiún años de edad. En fin…

 

Aquel día en que contesté mi celular y escuché su voz después de veinticinco años diciéndome que estaba parado frente a mi casa, fue uno de esos momentos en que el destino te ofrece su magia. Le recuerdo alegre, afectuoso, siempre con aquella risa engolada y con su inseparable bigote. Eso sí, aunque ustedes dos siempre estuvieron presentes en nuestra mesa, invariablemente me reclamaba: “¡Pinche flaco, y a no seas cabrón! Invita a Oaxaca a mi tocayo Jorge Hernández y a mi ahijado Raúl, los quiero ver”.

 Paco

 

 

Cuando Paco me pregunto qué hacía yo en ese ambiente le contesté: “Posiblemente el amanecer te de la respuesta”.

 

Amanda -creo que así se llamaba- nos presumía su éxito. Era su noche. Tenía uno que levantar la mirada para evitar sus senos, para muchos: deseables, perfectos entre las manos. Su voz era ronca pero la fingía aterciopelada. Le pasaron una copa de Moet y la sorbió con delicadeza, posando, devorando los flachazos de aquella prensa ávida de sensacionalismos. Paco y yo sabíamos que era posible que las fotografías se publicaran al día siguiente pero nos interesó más la plática.

 

Un día antes, aquel martes del 82, Paco me había llamado a mi departamento en el D.F. Escuché su voz con su típico acento Irlandés: “Cómou estaus, cabrroun. Estouy eun Mejicou, quierrou queu meu enseñeus queu haceus”

 

Él era flaco, casi como yo. Riguroso, pero siempre estuvo al pendiente de nosotros, de mis hermanos Jorge y Raúl. Y nosotros iniciamos un viaje de madrugada de 13 horas a Tampico alguna vez porque le queríamos ver.

 

Ese viejo era entrañable para muchos de mi generación en la “Pereyra”, en Torreón. Era “El padre Paco”. Muchos años atrás y siendo yo un chamaco, cuando le respondí que hacía un mes que no me confesaba, él me sentenció: “Nou seaus gueboun, ¡cabrroun! Platiacu maus seguidou coun nuestrou amigou chuchou”.

 

Así era él, de hecho, yo no seguí el ritual católico dominical porque ese jesuita que usaba sólo mezclilla para cubrirse me dio confianza: entendió y respetó mis argumentos.

 

Al día siguiente de su llamada, esa noche a principios de los 80, nos encontramos en la calle de Londres, ahí, en la Zona Rosa. Subió las escaleras sin acongojarse por el chirrido de sus huaraches. Henri Donnadieu nos recibió en la puerta y los presenté. No fue necesario pagar cover porque el evento era por invitación.

 

Acababa de pedir un ron y un tequila cuando Amanda se acercó. Ella era muy alta y llevaba un vestido blanco con motivos dorados y unos tirantes muy delgados que dejaban al descubierto su piel. Se había adornado los hombros con chaquira pero su línea la delataban. Bastaba con verle las manos para identificarla.

 

Cuando Paco lo supo lo tomó desprevenido: Amanda ostentaba el título de ese año de “Miss Gay México”...

 

La verdad, después de la sorpresa pocas veces vi a ese viejo tan entusiasmado. Inesperadamente se encontraba rodeado de un caos sofisticado. Inusitadamente estaba justo entre la frivolidad y la profundidad,  entre el glamur y la decadencia. Mi primera impresión fue que sintió que estaba en campo fértil para evangelizar, pero me equivoqué.

 

Nos sirvieron el tercer trago cuando Xochitl se acercó y nos acompañó unos minutos. Xochitl era una persona con una influencia política inimaginable. Era de esas personas que todo hombre de poder niega conocerle, pero le obedece a la vez por aquello de las complicidades. Nos presumió los logros de Amanda, que eran suyos también. Y nos presumió ese éxito con un cinismo sin igual al confesarnos los manejos oscuros que había hecho para lograrlo. Cómo recuerdo la riza de Paco. Su carcajada iniciaba con un estruendo: ¡Ah! ¡Ah! continuaba con exhalaciones agudas repetidas, muchas, y concluía con un suspiro.

 

Y ahí estábamos en la barra del Bar Nueve: un religioso, un transexual y un pecador.

 

Ya entrada la noche, no había surgido la pregunta que yo suponía obligada tomando en cuenta el lugar al que le había invitado. Más curioso que Paco, tomé la iniciativa y le reclamé: ¡Pregúntame pues, guey, si soy o no gay!

 

Ese viejo frunció el ceño, sonrió y con aquella mirada azul profunda, de águila, me respondió: “Cabrroun y pendejou, teu conozcou desdeu niñou, tous asuntous soun otrous, sé queu teu encantaun las mujerreus”.

 

Gratamente, me acabo de enterar que hace algunos días Guillermo Osorno publicó el libro “Tengo que morir todas las noches”. No lo he leído, pero sé que la crítica ha sido benévola y así lo describe textual:

 

 “Tengo que morir todas las noches” es una crónica excepcional sobre la ciudad de México durante los años ochenta; la cultura gay y los movimientos artísticos, literarios y musicales que se expresaban en los linderos de la sociedad. Guillermo Osorno cuenta la historia de Henri Donnadieu, un aventurero francés que huía de la justicia de su país y a finales de los setenta llegó a México, donde fundó el nueve, un emblemático bar gay de la zona rosa. Con el paso de los años, el local se convirtió en la hoguera donde se cocinó la posmodernidad mexicana: un sitio underground en el que comenzaron a circular las imágenes, las ideas y los sonidos de una globalización cultural. El telón de fondo del relato lo conforman los cambios políticos y sociales de México, los primeros signos de la decadencia priista, la crisis económica, el temblor de 1985, la aparición del sida y sus efectos devastadores. Este libro es un testimonio generacional que da cuenta de las semillas que se plantaron y luego germinaron en nuestras ideas sobre la diversidad y la ciudad abierta, culturalmente rica y cosmopolita”

 

Así, textual, definen el libro de Osorno. La frase que le da título, “Tengo que morir todas las noches” es una idea que le gustaba mucho a Henri pero recuerdo que él la continuaba: “Tengo que morir todas las noches para que al día siguiente despierte del desmadre y resucite a mediodía”.

 

Era una época en la que los prejuicios sexuales se presumían demasiado. Y peor aún, alentaban recriminaciones… pero delataban miedos.

 

A pesar de ello y sin tapujos, era un medio en el que me movía, fue, y hasta hoy lo considero mágico.

 

¿Qué buscaba?... Mi gusto era el desmadre, la amistad, la mujer y la ficción. Paco sabía que fui educado sin prejuicios y esa situación me abrió algunos caminos. Esa condición me permitió explorar fraternalmente ese espacio en el que se movía la diversidad.

 

Por ello le invité, pero la verdad, nunca imaginé que ese lugar se convertiría en un espacio de mi calendario personal, mucho menos que se reconociera como un lugar de efervescencia cultural. Lo pude haber previsto por la calidad de la gente que me arropó, que me cuidó y me contagió su ternura,  como mi entrañable amigo Jorge Astorga y el propio Henri. No lo hice, hoy les agradezco…

 

Esa noche, en aquél espacio pequeño en donde el tiempo te acompañaba al olvido y en donde el leve aroma a “Popper” amenazaba, Amanda nos confesó su niñez. Nos describió su infancia dramática, muy parecida a la vida de muchos. Es más, con una ironía que parecía satisfecha nos delató sus trucos: era transexual pero sólo de la cintura para arriba…

 

En cuanto a ese viejo, posiblemente y después de tantos años de haberse entregado a la educación religiosa preparatoriana,  se tropezó con un instante que le permitió dejar de lado la obligación de mantenerse como guía y como ejemplo. Esa madrugada entendí que él, el Jesuita, también era sólo un hombre que necesitaba ser escuchado sin necesidad de mantener la secrecía.

 

Amaneció… creo que antes de que se abriera la puerta, Paco ya tenía la respuesta y mejor aún: había reforzado aquella joven ilusión de la vida terrenal…

 

¿Yo?.. Yo cargo hasta hoy a ese viejo Jesuita en mi maleta, porque ahí va también mi corazón.

 
 La Crema

 

 

Ese mi buen, Lalo.

 

La primera vez que estuve en tu lugar, en cuanto lo pisé, sentí la libertad. Esa libertad que nos provoca la playa.

 

No sé cómo le hiciste para llenar de arena el suelo de esa cabaña que estaba en una esquina de la Crucecita, casi a un kilómetro del mar.

 

 A mí me tocó un sillón setentero, un mueble de esos garigoleados color pastel que delatan una larga vida. Me atrevería a asegurar que le pusiste dos ladrillos para suplir una de sus patas rotas. Tú lo rescataste y lo pusiste para que estuviéramos cómodos. A otros les tocaba una mesa cantinera, de esas de la corona, maltrecha, pero aún servía para mantener la copa y para soportar los manotazos que provoca la risa, esa risa de los buenos momentos compartidos.

 

Llegué a la Crema porque en ese entonces en Huatulco no había más de seis lugares a dónde ir después de que se ocultaba el sol. Antes de entrar, desde la calle, ya se escuchaba a aquel jamaiquino Robert Nesta Marley con su “No Woman, no cry”. El sonido se colaba entre el bambú cruzado, el pino y las hojas de asbesto que techaban tu lugar.  “In this great future, You can't forget your past, So dry your tears, I say. No woman no cry. No woman, no cry…”

 

Adentro, bajo lienzos, linos y sedas con estampados sicodélicos uno se encontraba con los G.O´s del Club Med que llegaban a soltarse después de su trato con el turismo internacional, ¡Ah, que mujeres tan bonitas!

 

Le llamaste “La Crema” por dos razones: en honor sarcástico a la negrura de tu hermano, Mario, y por la música icónica de aquel grupo inglés formado por Eric Clapton, “Cream”.  Recuerdo que el reencuentro de esa banda, después de su separación a finales del 68, coincide con el año en que iniciaste con “La Crema”, 1993.  Desde que abriste la puerta, tu lugar se fusionó con el sonido de esa banda por ser un híbrido de blues, rock sesentero y pop. Cómo no tener presente “Sunshine of Your Love”.

 

De Clapton me viene con nostalgia aquella “Tears in heaven”, mi favorita, que compuso con Will Jennings dedicada a su hijo.

 

Mientras que a Liz St Germaine le gustaban los tacos de guisado, Manu Lechuga te agradecía el precio de las “caguamas”: 13 pesos. Ya entrada la noche, no tenía uno que insistir, a la primera petición Hügö Ortega se atrevía con su buena poesía.

 

Tiempo después y ya en Gardenias 311, se creó una tradición para todo aquel esposo abandonado. Cuando terminaba el ciclo escolar, las señoras con los hijos se iban de viaje para visitar a los familiares. Sin pérdida de tiempo y tan entusiasmados como nuestros chamacos por las vacaciones, acudíamos a tu lugar para iniciar el tour. La mesa de centro de reunión era el aramish, juego en el que Jorge de Córdova era insuperable.

 

 Ahí estrenaste aquel horno de barro. A Laurie McCallum la sedujo. Desde entonces acudo al llamado de una buena pizza a la leña acompañada con un tinto para continuar, por supuesto, con el imprescindible ron en compañía de mis viejos fraternos, Lauro Carrillo y Víctor Téllez.

 

Y así, muchos nombres más, personajes inolvidables y mejores momentos se han mezclado en tu lugar comulgando bajo el mensaje del “Jah”: exprimiendo la igualdad.

 

Te puedo asegurar que “La Crema” me dio “pase libre” con el Ejército Mexicano. Una ocasión, cuando estabas ubicado en Carrizal 503, mientras cenaba en compañía de mis entrañables, Mónica Samuelson, Magdalena Pineda y Patria Mestey, vi en una de las vitrinas de tu Boutique una escultura, medía aproximadamente un metro de altura. Era una figura representativa de la cultura aborigen africana, tallada en madera y vestida sólo con una falda amarilla hecha a base de hilos de algodón. Sin tocarla, pedí que me la envolvieran para el traslado. Al día siguiente la puse acostada en el asiento trasero de mi automóvil y salí rumbo a Oaxaca. En el primer retén militar me pidieron que abriera la cajuela. Baje del automóvil. Inmediatamente un soldado empezó a inspeccionar los asientos. Yo había dado sólo dos pasos hacia la cajuela cuando el militar soltó un grito estremecedor: ¡Ay, Gueeey!.. En dos segundos el soldado que estaba junto a mi levanto el fusil y me encañonó. Los demás militares que estaban dispersos corrieron apuntando sus armas, algunos, directo hacia donde estaba yo, los demás en apoyo a su compañero. La verdad, vi verde por todos lados. No salía de mi asombro cuando de repente se escucharon grandes carcajadas. Confundidos, nos acercamos a ver el interior del carro y ahí estaba. El viento había roto el papel con el que habías envuelto la escultura y le había movido la falda amarilla. Resulta que no era la figura de una mujer como yo había imaginado. Era un guerrero africano al que el escultor había proporcionado un miembro sexual masculino de tamaño singular.

 

La siguiente ocasión que llegué al retén, estaban los mismos militares, nos vimos, soltamos la carajada y me dieron el pase libre…

 

Así es mi buen Lalo, comento la sorpresiva anécdota con la intención de ilustrar que “La Crema” provoca reacciones de todo tipo, tanto adentro como afuera, y eso se te agradece. ¿Qué no la vida se trata precisamente de eso?

 

Ahí escuche por primera vez una acústica de Marley, “Redemption Song”, esa que nos invita a liberarnos de nuestras propias imposiciones mentales. Y es que ese espacio, arropado por manifestaciones “Rastafarianas”, le ofrece a uno instantes que favorecen el reencuentro después de aquel distanciamiento perturbador.

 

“La Crema” propone un ambiente que favorece la mezcla de identidades ubicándolo en una realidad cultural que poco se encuentra en otros espacios. Es más, diría que ahí se puede echar desmadre espiritual. El fuego de las velas, la presencia femenina, los sonidos y sus aromas estéticos contagian una energía que lo sitúan a uno al margen de cualquier rutina social.

 

Tu lugar es exitoso, pero en esta ocasión no me refiero al negocio. “La Crema” es exitosa porque provoca la creatividad, despierta la sensibilidad y ante todo, porque ahí vive la congruencia. Es una historia que tú has creado en aquel escenario al que acudes cada noche consciente de que tus preocupaciones quedan atrás, afuera. Parece que lo tomas como aquel lugar al que necesitas acudir para recargar tus pilas. Aseguraría que “La Crema” es uno de esos espacios que alimenta tus emociones y te realiza, y lo mejor, todo ello lo compartes.

 

Interpretando a nuestro Sensei Téllez, a quien identifico irremediablemente con tu lugar, diría que si uno le da a la gente tan sólo algo de lo que necesita, sin condiciones, siempre te lo va a agradecer. En la misma línea, y por ello, aseguro que “La Crema” representa una atmósfera emblemática de nuestro Huatulco.

 

Muy a propósito, recordaba que dos días después de que Bob Marley sufriera aquel atentado, se presentó en el escenario, pisó la tarima, acarició su guitarra y cantó. Cuando le preguntaron el por qué lo había hecho, él respondió:

 “La gente que está tratando de hacer este mundo peor no se toma ni un día libre, ¿cómo podría tomarlo yo?.. Ilumina la oscuridad”.

 
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